Escribir a veces resulta tan aristocrático como las palabras que uno puede llegar a utilizar, siendo estas mismas tan incomprensibles como lo que se quiere transmitir.
Un claro ejemplo es esta primera frase que acabo de poner antes de dar dos enter.
Saber transmitir las palabras no es para cualquiera, no se cómo te metiste en este mambo catártico de querer expresar algo que ni siquiera vos sabés qué es. Pero ¿acaso importa?. No, no importa, ni siquiera alguien va a llegar a leer estas líneas, ni siquiera porque le puede llegar a gustar lo que escribís en el mainstream de cuentos que escribís en el blog.
A veces es cansador tener que poner en palabras cosas que están lejos de tu alcance, como escribir cosas sobre personas que padecen enfermedades que estás lejos de padecer, como la agorafobia. Porque pasa que podés estár “sympathetic” con esos sentimientos, como el hecho de no querer salir de casa, producto del bicho en que te has convertido, casi sin quererlo. Pero también está éste tipo de escritura, escritura que se asocia más a la asociación libre de ideas que hacés cada vez que dejás volar la cabeza, sin apoyarte en nada, y que produce una suerte de éxtasis, una suerte de orgasmo catártico de cosas.
Capaz que no valorás eso como persona, o como escritora siquiera, pero es invaluable, porque cada tanto reventás, y no tenés por dónde reventar. ¿Los amigos? Pfff, minga, los amigos están para el levante, tristísimo pero cierto, las que tienen más de treinta, como leí el otro día, están en busca de alguien que las insemine y les saque ese bichito de ser madres. Mierda.
Ya nada te extraña, ya nada te llama la atención, Estás ahí, como una masa amorfa que ni gente da pa llamarse, que parece ante los demás hasta arrogante, porque aparentás ser indemne a cualquier cosa, así se te venga un terremoto o un tsunami arriba, lo tomás con la misma indiferencia con la que podés servirte un vaso de leche. ¿Y eso por qué? Porque la vida te ha dado tanto palo, te han hecho carente de afecto hacia las cosas rutinarias, y por eso te refugiás en teorías de masas sociales, para que le den un poco de sentido a lo que te rodea.
Le perdiste la sal a la vida y no sin motivos, y lo único que te salva, lo único que hace que no estés entrando en ese hospital de baldosas blancas y negras es poder escribir, algo, lo que sea, sin importar lo que fuera, y que por lo general no va a permanecer en privado, o sí en tu vida privada, porque en la vida real, esa que transcurre en términos de años civiles, nadie lee por más que se lo propusiera, lo que realmente debería leer. O ver, nadie está dispuesto a prestarte atención, has llegado al punto de tu vida en la que te asemejan a un mueble. Y te lo reprochan, porque no sos un mueble. Ojalá fueras un mueble, nadie jode a los muebles, los muebles no tienen sentimientos.
Vos sí, pero a nadie le importan, y eso es parte del maldito individualismo producto de la sociedad de hoy en día, porque estoy segura de que si te sentás en la mesa de tu comedor a decir “Voy a matar a alguien, ¿ta?”, nadie te escucharía, y cada uno seguría absorto en lo que le preocupa a cada uno.
Te piden una falsa hipocresía (valga la redundancia), te piden que te preocupes por los demás cuando a ellos no les importás un bledo. Y tenés que acceder a lo que te piden, sino quedás como el más hijo de puta. Queiren que seas hipócrita, te lo piden a gritos. ¿Y vos tenés que contestarles que sí? ¿Tenés que asimilarte a esa condición estúpida de pretender que te importan los demás? ¿Dejar que te ahoguen con sus preocupaciones, a riesgo de quedar encerrado en una camisa de fuerza?.
Escribí.
Escribí nomás, que es tu manotazo del ahogado.